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CAPÍTULO XIX.

EL DIEZ DE AGOSTO

 

 

Un grupo de unos treinta confabulados, en su mayoría oficiales del Ejército acogidos a la Ley de retiro promulgada por Azaña, se reunieron cerca de las cuatro de la madrugada del 10 de agosto en las proximidades del Museo de Artillería, de Madrid, y desde allí, en siete automóviles se trasladaron a la calle de Prim, deteniéndose en la esquina de la de Conde de Xiquena, frente a la verja que circunda al Ministerio de la Guerra por su fachada posterior. Varios de los conspiradores, a cuyo frente iba el capitán de Caballería Enrique Batalla, trataron de acercarse a una puerta, próxima a los pabellones del Ministerio, ocupado por la Compañía de ordenanza. «Según el plan previsto, cuenta uno de los protagonistas de este suceso, un oficial comprometido había de franquearles la puerta, introduciéndoles en el interior del pabellón central, desde el cual, con la complicidad o benevolencia de la fuerza de vigilancia, nos dirigiríamos a las habitaciones particulares del ministro don Manuel Azaña, a quien detendríamos. Inmediatamente comunicaríamos al Cuartel General, Capitanía de la re­gión y otros establecimientos que el Ministerio había caído en nuestras manos». Mas no sucedió así. En lugar de cómplices, sólo encontraron enemigos. Al aproximarse los intrusos a la puerta y ordenar al centinela que la abriese, la tropa apostada en el Ministerio hizo fuego, al que respondieron los sublevados. El Director de Seguridad y el capitán Tourné fueron los primeros en disparar y lo hicieron hasta vaciar los cargadores. Descartados los efectos de la sorpresa, la primera baza estaba perdida y los presuntos invasores del Ministerio decidieron entonces ir hacia el Hipódromo para incorporarse al grupo de los allí convocados, junto con las tropas de la Remonta, de Tetuán de las Victorias, cuya participación se consideraba segura. No todos pudieron realizar este deseo: algunos habían resultado heridos, entre ellos, el capitán Batalla.

Simultáneamente al episodio que dejamos descrito, el coronel Antonio Cano, a la cabeza de un numeroso grupo de militares retirados, muchos vestidos de uniforme y ostentando condecoraciones, se presentaron en el Palacio de Comunicaciones. Se destacó el coronel, acompañado de un oficial de la Armada, que empuñaba un revólver, y conminó a uno de los guardias civiles de la pareja que estaba allí de vigilancia, para que se pusiera a sus órdenes. El guardia replicó que únicamente obedecía a los jefes de su Instituto. Y unió a la negativa el gesto de quien se dispone a disparar; el otro guardia le secundó en su actitud ofensiva. No hubo réplica por parte de los sublevados, y ante el gesto resolutivo de los guardias arrojaron al suelo las armas y se entregaron. En este momento llegaban guardias de Asalto para ocupar el edificio y hacerse cargo de los detenidos. También el segundo intento había acabado en fracaso.

Mientras esto ocurría en la plaza de la Cibeles, el escuadrón de la Re­monta, acuartelado en Tetuán de las Victorias, había sido movilizado por el capitán Manuel Fernández Silvestre y Duarte, hijo del famoso general muerto en la derrota de Annual. La razón que alegó el capitán para aquella insólita diana fue, según declararon posteriormente los soldados, que por haberse producido en Madrid una insurrección comunista, se iba a proclamar el Estado de Guerra. Los sublevados redujeron al teniente coronel Eduardo Lizarza, incomunicaron telefónicamente el cuartel y abrieron las puertas a un grupo de jefes y oficiales, que en seguida tomaron el mando de los soldados. A punto de salir la trepa se presentó en el cuartel el antiguo jefe del Grupo de la Remonta, teniente coronel Bonifacio Martínez Baños, retirado desde el advenimiento de la República, el cual arengó a la tropa formada. De los camiones esperados para el transporte de los soldados sólo acudió uno, y en él se acomodó la sección del teniente Manuel Fernández Muñiz. Lo conducía el oficial de complemento del Cuerpo Jurídico Justo San Miguel y Martínez Campos, nieto del restaurador de la Monarquía e hijo de los marqueses de Cayo del Rey. El resto de la tropa —en total 69 soldados— inició la marcha a pie, y con ellos los capitanes Fernández Silvestre y Cabañas.

Al desembocar en la carretera de Chamartín, prolongación de la Castellana, se encontraron los soldados con el grupo de oficiales y paisanos que participaron en el intento de asalto al Ministerio de la Guerra. Más adelante, en las proximidades del monumento a Isabel la Católica, había congregadas unas cien personas, paisanos y militares, que acogieron la aparición del puñado de soldados y acompañantes con aplausos y vítores a España. La presencia de los grupos en aquel lugar la justificaba la proximidad del Cuartel de la Guardia Civil de los Altos del Hipódromo, cuyas fuerzas debían sumarse a la sublevación, según prometían los mejor enterados. La espera resultó inútil y sin la compañía de los guardias prosiguió lo que era una columna heterogénea, compuesta de coches ligeros y grupos a pie, su marcha hacia la Plaza de Colón, donde se sumaron nuevos voluntarios, hasta componer un conjunto de unos trescientos hombres.

Ya desde aquí el avance hacia la Cibeles se realizó cautelosamente y con cierta estrategia; en filas, la infantería, por los laterales, cubierta por los coches ligeros, y como avanzadilla, el camión con los soldados de Muñiz, que sin contratiempo llegaron al centro de la Plaza. Apenas pusieron pie en tierra se vieron cercados por guardias de Asalto, mandados por el teniente coronel de Seguridad Panguas y el Director de Seguridad Menéndez, los cuales conminaron al oficial para que regresara al cuartel con la tropa y se presentase a su jefe. Resistíase Muñiz a obedecer y alegaba que cumplía órdenes de sus superiores, pero al verse desasistido de sus compañeros de sublevación, subió con sus soldados al camión y emprendió el regreso por el Paseo de Recoletos, hasta su encuentro con el primer grupo, a cuya cabeza iba el capitán Fernández Silvestre. Preguntó éste la causa del repliegue, y en el momento en que Muñiz descendía para explicarle lo sucedido, guardias de varias compañías de Asalto, concentradas en las inmediaciones, se desplegaron en guerrilla y abrieron fuego contra los grupos que por ambos lados del Paseo de Recoletos, y pegados a los muros, se aproximaban a la plaza de la Cibeles. Los agredidos se dispersaron, a fin de ofrecer menos blanco, y parapetados en los árboles o pegados junto a los quicios de las puertas, respondieron a tiros, entablándose combate.

Algunos conjurados, arriesgándose más, trataron de avanzar y pagaron con su vida el intento. Las víctimas fueron el oficial Justo San Miguel, el estudiante tradicionalista José María Triana y el picador de la Remonta Alfonso del Oro. No fueron éstas las únicas bajas: el capitán Serrano cayó alcanzado de cuatro balazos y varios soldados y paisanos quedaron heridos. El combate proseguía mientras alboreaba un día caluroso y deslumbrador.

El capitán Fernández Silvestre advirtió las desiguales condiciones de la lucha entablada y se dirigió en un coche a la calle de Prim, 21, domicilio de los señores Roca de Togores, marqueses de Molins, donde se hallaba instalado el Cuartel General de la conspiración. Quería saber qué se debía hacer y se lo preguntaba a los generales Barrera y Fernández Pérez, que en el citado domicilio se encontraban. Estimaron los dirigentes que la sublevación estaba en sus comienzos; por tanto, convenía esperar la incorporación de fuerzas cuya participación tenían por cierta. Aconsejaban la resistencia como fuese posible, hasta la llegada de los prometidos refuerzos. El general Fernández Pérez, vestido de paisano, salió con el capitán Fernández Silvestre hacia Recoletos para adoptar disposiciones sobre el terreno. Poco después el general Cavalcanti se acercó al lugar de la refriega, en pijama y cubierto con una gabardina. Quien no hizo acto de presencia y resultaba significativa su ausencia, dada su relación con los dirigentes de la sedición, fue el general Goded. Cuando llegaran los dos generales a las proximidades de la plaza, vieron a los sublevados en plena retirada, acosados por las fuerzas del Gobierno apostadas en los quicios de las puertas y en las bocacalles. El espectáculo era desolador. En la esquina de Bárbara de Braganza, había caído mortalmente herido el teniente Muñiz. El general Fernández Pérez quedó rezagado con un grupo de dieciocho soldados y algunos oficiales, y tras insistentes llamadas lograron ser acogidos en una casa de Recoletos, esquina a la calle de Bárbara de Braganza, que resultó ser la de Mercedes Sánchez de Toca, hermana del ex ministro Joaquín. La señora, anciana, yacía en cama atendida por una hermana de la Caridad. La aparición de aquel tropel de despavoridos alarmó a las mujeres. Pero el general se dio a conocer y dijo lo que les sucedía, y como entre los acogidos figurasen algunos soldados heridos, la religiosa los asistió y curó. La casa tenía capilla, y el general y algunos jefes penetraron en ella y se postraron devotos. A las dos horas apareció el director general de Seguridad con fuerzas de Asalto y detuvo a todos los acogidos en la casa.

* * *

¿Dónde estaban aquellas fuerzas esperadas con ansiedad por los sublevados? ¿Eran sólo figuraciones de la fantasía o existían en la realidad? ¿No era segura la participación del regimiento número 31, alojado en el Cuartel de la Montaña? ¿No se contaba también con la colaboración de los regimientos de caballería que guarnecían Alcalá de Henares? Así era, en efecto. Para movilizar al regimiento número 31 se presentaron en el Cuartel de la Montaña, a las dos de la madrugada, el coronel Federico Gutiérrez de León, el teniente coronel Pablo Martín Alonso y el comandante José Malcampo, marqués de San Rafael. Habiéndoles franqueado la entrada el oficial de Guardia, Martín Alonso sorprendió al jefe interino del regimiento, teniente coronel Sánchez Casas, y lo dejó recluido en sus habitaciones, previa inhabilitación del teléfono. Pero al ordenar a los sargentos y cabos que formaran las compañías para salir a la calle, aquéllos se negaron a obedecer ninguna orden que no procediera de sus jefes.

«La intentona de sacar al regimiento 31, escribe Azaña, les ha fallado, en mucha parte por la serenidad y lealtad de los sargentos». Éstos facilitaron al teniente coronel Sánchez Casas el recobro de su libertad, y detuvieron a los instigadores de la revuelta.

De Alcalá de Henares llegó a salir como avanzada un escuadrón — tres secciones de sables y una de ametralladoras— al mando del capitán José Fernández Pin —hijo del general Fernández Pérez— y de los tenientes Santa Cruz, Bahía y López Sancho. Para tomar la dirección de los regimientos, una vez sublevados, llegaron a dicha ciudad como delegados de la Junta de Madrid los coroneles Gabriel de Benito y Manuel Romero de Tejada. Apenas se había alejado la tropa dos kilómetros cuando un enlace informó al capitán del escuadrón del fracaso en la capital de España, por lo cual decidió el oficial regresar a Alcalá, pues supo también que el jefe del cuartel de Artillería de Vicálvaro había recibido orden de emplazar dos baterías para batir en la carretera al escuadrón.

Éste fue el último episodio de la sublevación del 10 de agosto en Madrid. Además de las bajas dichas, encontraron muerte en los sucesos el cabo de Caballería del cuartel de la Remonta, Florentino Sánchez Martín, y los soldados Pedro Fernández, Manuel Mora, José Castillo, Juan Navarro y José Espartero. El número de heridos no fue posible fijar con exactitud, pues muchos se curaron en sus casas, o en domicilios de amigos.

Cuando despertó el vecindario madrileño la intentona había sido liquidada. La noticia de lo sucedido, divulgada en informaciones de última hora por los periódicos, no produjo sorpresa, sin duda porque la gente lo presentía: incluso esperaba más y así se explicaba la actitud expectativa de las masas, su pasividad y «un cruzarse de brazos ante los escandalosísimos sucesos» que irritó a los partidos de la Alianza Republicana, según lo hicieron saber en una nota. Pero no era todo indiferencia: había también una gran curiosidad, porque se suponía, y los rumores lo propalaban, que lo de Madrid no era sino un brote de la conjura, muy amplia, triunfante acaso en otras ciudades. La noticia de la desaparición de Sanjurjo estaba muy extendida. Por todo eso no prosperaron los intentos de organizar demostraciones de protesta y de adhesión al Gobierno y los promotores de estas movilizaciones se replegaron desalentados.

La creencia de que en aquel momento la sublevación cundía en otras regiones la compartían todos los conspiradores. Y más que nadie el presi­dente de la Junta, teniente general Barrera, el cual, desfigurado con un gran bigote negro, gafas oscuras y cubierto con un sombrero colonial, en unión del capitán aviador José Antonio Ansaldo, abandonó oportunamente el piso de la calle de Prim para dirigirse a un aeródromo de Getafe. Una vez allí, en una avioneta propiedad de Ansaldo, salieron en dirección a Pamplona, persuadidos de que Navarra se había alzado o estaba a punto de alzarse en armas contra el régimen.

Azaña describe los sucesos de aquella madrugada vistos desde el Mi­nisterio de la Guerra. Su relato no ofrece novedades de interés. En el epi­sodio de la calle de Prim afirma que «se disparó mucho, quizá demasiado». Alejados los conspiradores, Menéndez penetró frenético en el despacho del Presidente para lamentarse «por no haber sabido acabar con ellos». El combate en la Cibeles Azaña lo describe así: «De pronto se rompió el fuego en la calle. Se oía esta vez por la parte de la Cibeles. La tropa que teníamos en la delantera del Ministerio contestó. El tiroteo era muy intenso. Al Ministerio llegaban muchos balazos. Percibíamos muy bien el chasquido cuando daban en la piedra. ¿Quién tira? ¿Es el regimiento que han creído ver en la Castellana? No se sabe. El fuego ha durado media hora. Desde el balcón oigo al comandante Fernández Navarro gritar: «Alto el fuego», pero la tropa tarda en obedecerle. Ya clareaba. Escribo esta nota. El cielo está blanco. Veo la mole del Banco bañada de luz fría. Hay un gran silencio. Bajo los árboles del jardín, más oscuro, soldados. En la calle de Alcalá, aúlla un herido. Entra el frescor por el balcón y no se oye nada más».

Ni aun en horas de tanta inquietud y pasión pierde Azaña su frialdad filosófica. Aprovecha las raras ocasiones para aislarse de la zarabanda y reflejar en su Diario, no las emociones, puesto que parece no sentirlas, sino las impresiones de la turbulenta madrugada. Y todo habría salido bien y el Presidente y los ministros podrían sentirse satisfechos, si no les punzara la memoria a cada momento el recuerdo de Sanjurjo. ¿Dónde estaba el general? Esta interrogante obsesiona a Azaña. «Hemos seguido buscando a Sanjurjo, escribe. Hablo con el general González, de Sevilla. No sabía nada. Repito la llamada poco después. Esta vez ya sabía «algo». Dijo que había ido a verle un ayudante de Sanjurjo, que acababa de presentarse en Sevilla. El ayudante había tenido una conversación poco clara con el general de la División. «Le veo en una actitud extraña —me decía el general González— y me permito decir al señor Ministro que temo que el general Sanjurjo se coloque en una actitud de rebeldía contra el Gobierno». Así me ha dicho textualmente... Al general de la División de Sevilla se le notaba en el timbre de la voz el susto que tenía y en su manera de dar cuenta, algo así como el propósito de inhibirse... Ninguna protesta de celo, ninguna noticia de las medidas que hubiese adoptado o pensara adoptar. Pero como yo no tenía ningún rayo para fulminarlo desde Madrid, procuré o reanimarlo o amedrentarlo, y después de decirle que en Madrid ni en ninguna parte teníamos nada que temer, le eché «una chillería» y le di instrucciones. No había salido yo del despacho de Saravia, desde donde hablé con el general, cuando llamaron de Sevilla. El telegrafista de la División le dijo a Saravia que Sanjurjo estaba allí con el general. Saravia le dijo que le pusiera en comunicación con él; pero rectificó: el que estaba con el general era un ayudante de Sanjurjo. De esto dedujo que mientras hablaba yo con González el ayudante de Sanjurjo estaba todavía allí. Saravia entonces le dice: ¡Pues que se ponga al aparato el ayudante del general Sanjurjo!

Quien se puso al aparato fue el propio general González. Le dijo a Saravia que Sanjurjo se había sublevado. (Por lo visto, a mí me lo quiso decir con más rodeos.)

—¿Y usted qué hace ahí?— le gritaba Saravia.

—Todas las fuerzas están con Sanjurjo. No podré hacer nada.

Entonces tomé yo el teléfono: General, aquí el Ministro. Cumpla usted con su deber, aunque le cueste la cabeza. Detenga a Sanjurjo y reduzca a los rebeldes. Dentro de media hora me da usted cuenta de haberlo hecho. Colgué el teléfono. Ese hombre, le dije a Saravia, no sirve para nada. O tiene miedo o está vendido. Es inútil. A pesar del notición de Sevilla, yo estaba contento, porque creí que lo de Madrid había terminado. Había reventado el grano y no era muy temeroso. Lo de Sevilla era más grave, pero no me daba cuidado si lo de Madrid no pasaba a más».

Con respecto a los sucesos de Madrid, Azaña escribe: «Hemos estado asediados hora y media; pero yo no acabo de comprender su plan, a no ser que contaran con alguien dentro del Ministerio para abrirles una puerta, o que creyeran que toda la guarnición de Madrid iba a venir sobre nosotros. Ya ha empezado a venir gente a ofrecerse, a protestar, a hacerse presente». Uno de los primeros en llegar ha sido Largo Caballero. Entre otras cosas, me dice que si lo estimo conveniente declararán hoy la huelga general y echarán la gente a la calle para oponerse a cualquier tentativa. Le contesto que no es necesario, que todo está tranquilo en Madrid, y que conviene no alarmar, que vayan todos al trabajo. Recibo a los ministros en un despacho, y hay que rehacer la narración para cada uno. Hablo con el Presidente, que está en la Granja, y le doy sucinta cuenta de lo ocurrido. Me dice que va a venir a Madrid; le digo que no es necesario, pero insiste, y convenimos en que se reúna el Consejo de Ministros en Palacio. A las nueve se han abierto las verjas del ministerio, y ha subido mucha gente. El general-subsecretario ha venido a primera hora, muy asustado y un poco dolido porque no le avisé anoche. La verdad es que no me acordé de semejante señor, no me hacía falta. Le he dado instrucciones para que ponga en ejecución mis proyectos sobre Sevilla. Voy a acometerlos por tierra, por aire y por agua. Ya he hablado con Marina para que una escuadrilla de torpederos remonte el Guadalquivir. También me suministra Marina unos hidroaviones. He dado a Sandino el mando de una escuadrilla de aviones que saldrá hoy por la mañana de Cuatro Vientos sobre Sevilla. He enviado órdenes a Valencia, Alicante, Cádiz, Algeciras y Ceuta para que hoy mismo se pongan en marcha, antes del mediodía, diversas fuerzas. De Madrid saldrán otras. Mañana estarán concentrados en Córdoba catorce batallones y cuarenta y ocho piezas de artillería. El paso a Madrid se les cortará, por mucho empuje que tengan, y le he dicho también a Ruiz Fornell que sacándolos de Asturias, León, Zamora o Valladolid, concentre entre ocho o diez batallones en Extremadura, por si se les ocurre seguir otro camino, y en todo caso, para cortarles el de Portugal. Doy el mando de las fuerzas que van sobre Sevilla por Córdoba a Ruiz Trillo, que no es un Belisario, ciertamente, pero que cumplirá lo que se le ordene, y se han tomado todas las disposiciones para aislar totalmente a Sevilla y que se cueza en su propia salsa».

* * *

Tras el fácil triunfo de la capital de España, el Gobierno se dio verda­dera prisa por explotar la victoria. Se presentaba la gran ocasión para el aplastamiento total de los adversarios de la República. En esta denominación se comprendía no sólo a los enemigos declarados, sino también a los encubiertos o sospechosos. A las pocas horas de vencida la intentona de Madrid, y en el horizonte la incógnita de Sevilla, el número de detenciones en Madrid y provincias se contaba por millares. La mayoría de los encarcelados no lo eran como participantes en la sedición, sino por ser afiliados a alguna organización política no republicana. Quedaron detenidos, además de los generales Fernández Pérez, Goded y Cavalcanti, los antiguos ministros del Directorio Militar generales Muslera, Ruiz del Portal, Jordana, Mayendía, Vallespinosa, Hermosa y Navarro; los almirantes Magaz y García de los Reyes. Todos ellos, así como el general Damaso Berenguer, que se hallaban en prisión atenuada, volvieron a ingresar en prisiones Militares.

Especialmente perseguidos fueron los aristócratas, a los que se les consideró, sin excepción, como cómplices de los sucesos, tanto en la capital de España como en provincias. Se cursó orden de detención contra los elementos directivos de las organizaciones monárquicas «Acción Española» y «Renovación Española», y por esta razón sufrieron cárcel Ramiro de Maeztu, Luis Rodríguez de Viguri, el marqués de Quintanar, el conde de Linera, José Félix de Lequerica, Santiago Fuentes Pila, los duques de Fernán Núñez y de Santa Cristina, Juan Vitórica, Honorio Maura, Joaquín Calvo Sotelo, José Cruz Conde, los marqueses de Sentmenat y de Luca de Tena, el conde de San Julián y su hijo político José Ibáñez Martín. En concepto de peligroso fue detenido, en San Sebastián, José Antonio Primo de Rivera. La Policía también se esmeró en la busca y captura de militares retirados que estaban fichados como desafectos al régimen. En las primeras horas de la tarde del 10, y con el pretexto de «evitar la publicación de noticias tendenciosas o sueltos intencionados que empozoñaran o desviaran a la opinión pública de los cauces de orden y fe en la Repúblicas, el ministro de la Gobernación suspendió de un golpe 128 periódicos entre diarios y semanarios de toda España: seis diarios su­frían con anterioridad el mismo castigo. Quedó implantada la previa cen­sura para periódicos y agencias de noticias, sin excepción, y algunos de los diarios (A B C y El Debate, entre otros) fueron incautados.

* * *

En la mañana del 10 el Gobierno se reunió en Consejo de ministros con el Presidente de la República, el cual, según se decía en la nota oficiosa, «aprobó resueltamente las determinaciones adoptadas y mostró su identificación cordial con todos los poderes y expresó su firme propósito de asegurar el legal y pleno dominio de los mismos». «El Presidente — concreta Azaña— ha reiterado una vez más su resolución de no transigir ni contemporizar con un movimiento de esta clase, aunque triunfara; ello es elemental. Pero como el Presidente es tan formulista ha escrito en un papel, y me lo ha dado para que yo lo guarde, unas declaraciones: que nunca, mientras sea Presidente, consentirá que sean reintegrados a sus puestos y mandos los sublevados.

La Unión General de Trabajadores, en una proclama, abominaba del golpe de Estado, y por acuerdo de las Juntas directivas de cuantas entidades integraban la Unión prometía: «Los trabajadores madrileños confirman su adhesión a la República y al Gobierno, y espera que éste, recogiendo los anhelos unánimes del pueblo, defenderá con energía a la República, dando su merecido castigo a los enemigos de ella, que abusando de una tolerancia que no ha sido agradecida, provocan constantes conflictos con el deseo de debilitar el nuevo régimen, derribándole para instaurar la Monarquía». Se pedía asimismo a los trabajadores que permanecieran en pie «para actuar cuando sea precisos, y tras recomendar serenidad, energía y optimismo se terminaba con vivas a la República y a la emancipación del proletariado.

La curiosidad del público estaba centrada en las Cortes, que continuaban abiertas contra el parecer de algunos diputados gubernamentales, opuestos a su funcionamiento en aquella circunstancia. Había grandísima concurrencia, y en el banco azul estaba todo el Gobierno. Bastaron fútiles motivos, la presencia del director general de Seguridad en una tribuna, la entrada del general Fanjul, para que la mayoría de los diputados expresara súbitamente con aplausos o denuestos el estado pasional de la Cámara. Azaña dijo que deseaba relatar lo sucedido y a la vez «recabar del Parlamento aquella autoridad moral y legal sin la cual su gestión padecerá por la base, y el apoyo indispensable a este y a cualquier otro Gobierno para llevar a término feliz y rápidamente el restablecimiento del orden en la República». Anticipó que se hallaba «desprovisto de toda emoción: de tal manera los deberes fríos del Gobierno y del mando se sobreponen en quien tiene conciencia de su obligación y no deja el menor resquicio por donde puedan escapar los gases emocionantes que asfixian el entendimiento o paralizan la voluntad». El Gobierno sabía desde hace tiempo que «un cierto número de elementos monárquicos fraguaban un complot contra la República». La gestación había sido laboriosa durante muchos meses, sin duda «porque en el ánimo de los descontentos o destituidos la primera impresión durable del triunfo del nuevo régimen les tenía sobrecogidos y amedrantados, y no acababan de convencerse de que la generosidad, la buena razón y el buen gobierno de la República no habían puesto en ningún momento en peligro sus intereses particulares, ni su libertad, ni su vida». Pero hacía tres o cuatro meses, según el orador, que el Gobierno tenía informaciones autorizadas de lo que el grupo tramaba, y aunque se llegó a veces a adquirir una convicción de orden moral respecto a la actitud de ciertas personas, faltaba siempre «la prueba evidente, demostrativa, hasta el indicio, para aplicar a los comprometidos la ley de Defensa de la República».

«Muchas veces hemos llegado desear —afirmó el presidente del Consejo— que se produjera el hecho de fuerza.»

El Gobierno tenía por inevitable el estallido, conoció los sucesivos aplazamientos y sus causas, el día y la hora en que había de producirse, y el ministro de la Gobernación y el de la Guerra «tenían redactadas las disposiciones que había que adoptar en el momento oportunos y que funcionaron con tal eficacia, que, «anoche, media hora después de desembarcar de sus coches los conspiradores que iban a cierta casa de Madrid, estaban detenidos en los calabozos de la Dirección de Seguridad.» «Los medios del Gobierno son inmensos comparados con los de la fantasía loca de unos cuantos conspiradores.»

El jefe del Gobierno relató a continuación los sucesos de Madrid y acusó a quienes «abusando del uniforme que se ponen, ya sin derecho, inducen a unos pobres mozos campesinos y los lanzan contra las instituciones republicanas». Refirió con muchos pormenores la ausencia de Sanjurjo de Madrid y su aparición en Sevilla, donde en el momento en que hablaba Azaña «tenía establecido su cuartel general en una finca, y convertidos en una especie de plaza fuerte algunos barrios de Sevilla, y emplazado cierto número de piezas de artillería y ametralladoras en las terrazas de las casas para afianzar el régimen republicano en contra del Gobierno constituido». Analizaba Azaña los planes de los conjurados, y les suponía confiados en ganar en un asalto por sorpresa el Ministerio de la Guerra. Una vez dueños de los órganos de mando «es posible que se hubieran hecho obedecer de las provincias bajo el título usurpado de Gobierno, ya de hecho instalado». «Pero, fuera de esto, confiaban en Sevilla, donde al parecer, por ciertas circunstancias personales que no estoy en estado ni en situación de analizar, los directores de la conjura contaban con mayor prestigio y ascendiente.»

El Gobierno tenía adoptadas medidas de carácter militar y de otro género, para reprimir los sucesos de Sevilla y aislar y estrangula a la ciudad. Se preguntaba Azaña qué se habían propuesto los autores de la conjura en el orden político, y respondía que el movimiento era un ataque monárquico contra la República, pues nadie se le puede ocurrir que la República pudiera continuar viviendo con dignidad si un movimiento de esta especie llegase a triunfar y expulsase al Parlamento o al Gobierno».

«Lo peor del caso es que hay gentes en España de elevada posición social o política o jerárquica que pueden llegar a creer de buena fe, su capacidad no alcanza a más, que es posible lo que acabo de enunciar. Lo malo no es que esto se finja, sino que hay quien lo cree de verdad, lo que demuestra en qué estado de ineducación política y de atraso intelectual y mental están todavía muchos grandes dignatarios españoles.» El orador concretaba: El efecto político era hundir la República, abrir camino a una restauración monárquica o «a algo todavía peor, a una dictadura de la espada.»

«¿Cuál es la consecuencia, interrogaba, que en nuestras conciencias de republicanos y de gobernantes puede tener un suceso como éste? Reafirmar la República, demostrar a todos que el sentimiento profundo del pueblo español es cada día más vivamente republicano. Y la situación más pavorosa que pudiera producirse en España, incluso para los autores de esta clase de movimientos, sería su aparente triunfo pasajero, porque el desatamiento de la cólera popular y el desquite serían de una magnitud insospechada.

Aseguraba que los gobernantes de la República y las Cortes defenderían a la República serenamente, «por los medios que la Ley nos da». «No tenemos que apelar, hoy por hoy, a ninguna medida extraordinaria para restablecer el orden frente a los sucesos de Sevilla.» «El Gobierno cuenta con la asistencia leal e implacable de la fuerza pública. Y el Ejército mismo, dolorido por lo que ha pasado en su seno, en su mayor parte promovido por gente que ya no pertenecen a él... será el primero que tenga interés, honor y empeño decidido en sacrificar todos sus afectos de compañerismo en aras de la Ley y en cumplir una vez más la obligación estricta de servir al país que los tiene instituidos para eso.»

El jefe del Gobierno pedía al Parlamento la colaboración moral, «el apoyo a los medios que tenemos a nuestra disposición y aquella compenetración sin la cual un Gobierno puede tener la fuerza, pero no tendría la autoridad.» «Es un absurdo decir que no se va contra la República, y sí contra el Gobierno, como si se pudiera ir violenta, injusta, sediciosamente contra uno de los órganos del Poder constituido sin ir contra la República entera.»

«La prudencia humana, afirmaba Azaña, nos dicta sacar de este escándalo el mayor bien posible. Ni el Gobierno ni las Cortes podrán prodigar la benignidad como hasta ahora.» Recordaba su promesa al tomar posesión de la Presidencia del Gobierno: «de mis manos la autoridad del Poder público jamás saldrá disminuida: creo que lo hemos cumplido y en esta ocasión solemne lo ratifico.»

La mayoría, enardecida, expresó con ovaciones, vítores y expresiones su indignación y coraje, propios de sesiones trascendentales, con alta fiebre revolucionaria.

«He inspirado, escribía Azaña, calma, seguridad y serenidad. Les ha gustado y han aplaudido mucho.»

Cuando el jefe del Gobierno dijo «que ya no sería posible la benig­nidad», desde los escaños socialistas le interrumpieron: «¡Ya era hora! ¡Ya era hora!» y al hacer la promesa de proteger la República por encima de todo, las aclamaciones y gritos fueron delirantes. Frente a la República en peligro los diputados formaban un bloque compacto. Una moción de confianza al Gobierno fue aprobada por unanimidad. La firmaban, entre otros, José Ortega y Gasset, Maura, Sánchez Román, Alba, Unamuno y Pérez de Ayala. El jefe de la minoría agraria, Martínez de Velasco, explico su voto y el de sus amigos favorables a la moción. Aunque situados en la oposición al Gobierno, reprobaban la violencia y actuaban siempre dentro de la legalidad.

«Por encima de todo, dijo, está la Patria.»

Por los pasillos, antes de la sesión, algunos diputados habían difundido la especie de oscuras complicidades de los radicales con los sublevados. Un diputado de extrema izquierda, Jiménez, llegó a decir que Martínez Barrio y sus amigos sevillanos mantenían inteligencia con el general Sanjurjo, y extrajo deducciones graves del viaje de Lerroux, la misma noche de los sucesos, a su finca de San Rafael. Martínez Barrio requirió al Presidente de la Cámara, para que invitara al diputado en cuestión a repetir tales acusaciones en la Cámara. El aludido respondió que se proponía marchar a Sevilla para comprobar la veracidad de ciertas confidencias. Martínez Barrio calificó tal conducta de agresión moral al régimen y se negó a convivir en la Cámara con dicho diputado. «Serenidad, valor, sencillez y perseverancia», recomendaba el Presidente de la Cámara. Y agregaba: «Continuemos nuestra labor; y si vienen, que nos encuentren trabajando».

¡Si vienen! ¿Quién o quiénes? Azaña, en su discurso, ¿no había sepultado definitivamente la rebelión? ¿Podría todavía avivarse el rescoldo y resurgir la llama? ¿Qué hacía Sanjurjo en Sevilla y cuál era la verdadera importancia de la sublevación en la capital andaluza? ¿Estábamos en vísperas de una nueva batalla, que como la de Alcolea, en 1863, decidiría de la suerte del régimen? ¿No se podría repetir el episodio de Torrejón de Ardoz, cuando las tropas enviadas por Espartero contra Narváez se pasaron a éste apenas disparados los primeros tiros?

 

 

CAPÍTULO XX

TRIUNFO Y FRACASO DE SANJURJO EN SEVILLA